sábado, 7 de octubre de 2017

Camilo

Camilo se acercó titubeante a la puerta mitad madera y mitad vidrio con un letrero a tres cuartos de altura en que se podía leer "Director". Era la oficina de Armando, su jefe y amigo al que conocía desde que podía recordar. Puede ser que su vida entera.

Jaló aire, tomó valor y tocó al fin.
«toc-toc-toc», Armando escuchó un débil sonido y contestó en su voz alegre: «Adelante, ¡por favor!»

Camilo abrió la puerta lentamente, con la mirada agachada y dijo: «Hola Armando, ¿Cómo andas? ¿Muy ocupado? No te quiero importunar.»
Armando chasqueó los dientes divertido. «tsk, qué loco eres, Camilo. Nunca me importunas. ¿Qué onda?»
Camilo miró a su amigo impecablemente vestido y peinado, con una sonrisa de dientes perfectamente alineados y blancos. Suspiró y comenzó:
- Pues... vengo a renunciar
- ¿A renunciar de qué? -contestó Armando sin intriga genuina pero sí dibujada en su rostro.
- ¿Cómo de qué? De mi puesto como ingeniero en esta empresa.
- Ajá, mmm ok -contestó Armando impasible.
- Creo que lo que estamos haciendo al mundo, Armando, no está bien. Me tortura el pensamiento de estar jugando a ser dios.
Armando levantó las cejas y entrelazó los dedos echando el cuerpo ligeramente hacia atrás. «Camilo...»
- No intentes convencerme de quedarme. Le decisión está tomada.
Armando extendió su mano hacia su amigo, se inclinó un poco hacia adelante y casi como un padre hablándole a su hijo dijo tiernamente:
- Tú no puedes hacer más nada que no sea lo que hacemos aquí, tú...
- ¡Qué cabrón eres! ¿Qué sabes tú de mi? Vergüenza te debería de dar destruir la humanidad.
- De hecho, la estamos arreglando - interrumpió Armando convencido.
- ¿Arreglando? ¿Ya ves como te sientes dios? No podemos y no debemos tratar de sustituir lo insustituible: los sentimientos, las emociones, el amor al arte...
- Lo que hacemos, es arte. Y lo hacemos tan bien que nadie puede notar la diferencia...
- Mira que eres soberbio -suspiró triste- ¡Adios, amigo! Camilo caminó hacia la puerta sintiéndose libre y con una decisión que nunca antes había experimentado.
Armando intervino: «¿Estás seguro?». Camilo volteó a mirarlo con una breve sonrisa liberada y siguió su camino.
Armando dijo suavemente para sí mismo: «¡Qué pendejo!» y miró el botón que indicaba el comando: "Confirme desactivar KML02318".
ENTER

Yesmith Sánchez
Helsinki, 7 de octubre del 2017

domingo, 4 de septiembre de 2016

Déjà vu


Dos años y medio después de llegar a Finlandia desde una comarca latinoamericana,  Eva decide invertir una hora diaria en el aprendizaje del idioma local.
Hoy tiene su clase privada con Riikka, maestra de idiomas en la Universidad de Helsinki.
Durante la noche cayó una nevada ligera, cosa usual en enero.
Eva sale de su departamento —localizado en una unidad habitacional de cuatro edificios localizada en Kivenlahti—, cierra la puerta con llave, consulta su celular y se entera de que la temperatura es de dos grados sobre cero, aunque los últimos días ha estado a menos cinco. Oprime el botón del elevador —vive en el octavo piso del edificio— y mientras lo espera abre en su teléfono la aplicación que contiene el itinerario de autobuses correspondiente a la parada de Aalto.
El programa funciona con lentitud hoy.
El elevador llega. Eva entra, oprime sin apenas pensarlo el botón correspondiente a la planta baja y clava su atención en la pantallita del Nokia 920 que por fin le muestra varias paradas cercanas. «Porquería de aplicación», piensa. «La versión anterior funcionaba mejor; yo no sé qué se figuran los diseñadores con estas supuestas mejoras. Ahora no sé cuál de estas opciones es la mía. Y este mapita no es nada práctico. Mmm, a ver si esta es mi parada... Líneas 150, 65, 12… ¡No, no es la mía! Ha de ser esta otra… ¡ Me lleva Pifas, tampoco es! No me quedará más remedio que esperar hasta que llegue el autobús, a la hora que sea. Ojalá que esté en la parada la señora que hace pasteles y que vive en el edificio C. Si no está, le hablaré por teléfono para preguntarle sobre su marido enfermo y para encargarle un pastel. Sorprenderé a mi maestra la próxima vez con esa golosina. Y bien, programita de morondanga, ¿acabarás por informarme sobre los itinerarios o … ? ¡Ah, caray! ¿Cómo llegué aquí?»
Eva se encuentra frente al lugar donde los vecinos depositan la basura, camino hacia la calle donde piensa tomar el autobús. Pero no tiene conciencia en absoluto de haber llegado a la planta baja en el elevador, ni de haber abierto la puerta de este, ni de haber caminado por el pasillo del edificio hacia la puerta, ni de haberla abierto para salir, ni de haber caminado por la rampa cuesta arriba para tomar la vereda y la escaleras hacia la parada del autobús. ¡Y ese pasillo habrá estado repleto de cuanta cosa necesita el personal para efectuar los trabajos de renovación mayor de cañerías y cableado eléctrico que se están efectuando en el edificio!
La perplejidad la congela unos segundos. «Pero si estaba en el elevador y de repente estoy a cien metros, frente al basurero, sin darme cuenta. ¿Qué pasó ? ¿Cómo llegué? ¿Qué cosa me trajo aquí?»
Sin tener respuesta al rompecabezas y acuciada ya por las prisas, cierra su celular, lo guarda en la bolsa exterior de su abrigo, estudia los charcos de aguanieve que se interponen entre ella y las escaleras, elige el que le parece menos grande, se impulsa un poco y da un saltito para caer del otro lado con la pierna derecha. Bajo el aguanieve hay una fina capa de hielo y las botas tienen suelas antiderrapantes, pero eso no impide que Eva resbale hacia las escaleras. Trastabilla y manotea tratando de equilibrarse. En un momento dado se da cuenta de que la caída es inevitable y trata de rotar el cuerpo para  amortiguar el golpe. La orilla de la escalera produce un resbalón extra que nulifica la rotación contemplada. Eva vuela de espaldas sin control —sin saber que en dos segundos se romperá la base del cráneo en el filo del segundo escalón y que pasará del miedo a la nada prácticamente sin dolor— y va cayendo, manoteando, cayendo, cayendo…

Y al llegar a la planta baja, el elevador se sacude un poco frente a ella. Eva entra y de repente tiene una premonición incierta. Alguien ha desgarrado un poco el papel protector que los trabajadores encargados de la renovación del edificio han colocado sobre el espejo que hay en una de la paredes del elevador y en él se refleja su imagen con el ceño fruncido; la muchacha se domina: cierra el lento celular, recompone su imagen, realinea las cejas y abre la puerta.
Agachado, atento a los cables de un tablero eléctrico, uno de los ingenieros se afana en colocar cada uno en su sitio.
«Hei», le dice Eva, a manera de saludo, para practicar sus habilidades con la lengua vernácula.
Sabe que en Finlandia eso significa «¡Hola! ¿Cómo está usted? ¡Tanto tiempo sin verlo! ¿Qué le parece el tiempo últimamente? ¿No es triste tanta oscuridad en invierno? ¿Qué razón me da de su familia?»
«Aquí, pasándola, señorita, no puedo quejarme; el tiempo sigue igual, ¿no es cierto? Solo la familia va creciendo», es lo que el electricista le responde, en impecable finlandés, con otro simple: «Hei».
Eva se despide y lo deja a sus labores, y sabiendo cómo se dice en estas latitudes «¡Caramba, fue todo un gusto verlo! Espero que siga usted tan risueño y feliz como siempre; le encargo que salude a la familia de mi parte, ¡y adiós, que le vaya bien!», se atreve a ejercitar su finlandés y le dice: «Hei hei».
Para llegar del elevador a la puerta del edificio Eva sortea equipo, material, tubos de metal y rollos de papel que han dejado por todas partes los trabajadores y toma nota mental para quejarse al respecto con Kari, el jefe de los ingenieros. «¡Se ve horrible el pasillo!»
Ya afuera, advierte que siguen desnudos los abedules y que todo está anegado de aguanieve; saca de nuevo el celular a fin de verificar si la aplicación de las paradas funciona mejor al aire libre, pero se encuentra con la señora Miélonen y no puede corroborar el dato.
—Hei —le dice, en tono afable— ¿Cómo sigue su marido? ¿Ya salió del «estado de imbecilidad», como usted lo llama, al que lo llevó el Rosuvastatín?
—Hei, ¿cómo estás hija? No, fíjate que sigue muy distraído. Pero su colesterol está bien. Ahora no sé si tiene demencia por viejo o si solo le falla la memoria. Lee y lee el mismo libro y se muere de risa como cualquier chamaco. Es una especie de historia del mundo de un tal Barnes. Pero lo lee como si nunca lo hubiera hecho y ya lleva cuatro veces.
—Entonces está en paz y ahorra dinero: puede divertirse con un solo libro.
—Y como lo veo, ¡con un capítulo tiene para rato! Es uno donde una bola de comejenes carcomen las patas de una silla; luego se sienta un alto personaje de la iglesia que, claro, se cae y queda loco.
— ¡Qué barbaridad! Espero que hayan excomulgado a esos animálculos. Bueno, señora, aquí me despido; voy a la parada del autobús. ¡Hei hei!
— ¡Hei hei!
Entonces Eva activa el celular y toma la bifurcación a la derecha. Al pasar frente a la puerta del depósito de basura vuelve a verse asaltada por el difuso presentimiento que la asaltó en el elevador. Le resulta incómodo no poder delinearlo. «Esto puede ser un simple caso de dejà vu; inútil esforzarse por encontrar la causa» se dice a sí misma. «Ya lo pensaré después. Por ahora, hay que sortear este charco».

Cierra entonces su celular, lo guarda en la bolsa exterior de su abrigo, estudia los charcos de aguanieve que se interponen entre ella y las escaleras, elige el que le parece menos grande, se impulsa un poco y da un saltito…

Revelación efímera


De cabeza hacia el vertiginoso cemento desde el decimonoveno piso, el joven muchacho tiene una súbita epifanía que le revela por qué se desenganchó de la suya la mano de la chica que propuso el pacto suicida, y se da cuenta de que esta será la última de sus mentiras. Su grito adolorido se despedaza en jirones de silencio al final de su duro destino.

sábado, 3 de septiembre de 2016

La otra yo

La otra yo

«Yo creo que ya no lo quiero», era la frase que venía a la cabeza de Zoila de manera recurrente y que algunas veces recibía con indiferencia y que, otras, desataba una gama de emociones: desde la lástima hasta el odio. Y es que todo parecía recordarle la decadencia de su amor por Paco; como el papel tapiz, por ejemplo, que la hizo escribir una analogía entre las similitudes del amor de pareja y el papel tapiz del estudio donde se encerraba por horas para no tener que mirarle la cara y para mirar la pantalla de su computadora con la esperanza de que un día llegara el esperado chisguete de inspiración que le iba a dictar esa novela que, estaba segura, vivía en su cabeza y que solamente era cuestión de liberar.

            «El pobre Paco es como este papel tapiz», pensó y escribió:

El día que lo vi, no pude dejar de pensar en que debía tenerlo; cuánto sonreía pensando cómo me iba a iluminar los días verlo cada mañana, con su claridad, tan lleno de vida, tan como hecho para mí, tan a mi medida. Y qué felicidad el día que por fin lo tuve en casa, lo sentí con mis manos apenas a través de un roce, lo quise tocar con mi cara. Estaba en lo cierto; era apenas algo pequeño, un cambio que quizás otros ni notarían, pero que para mí era un toque de luz e inspiración, tan ridículamente hermoso. Hasta el día que, de tanto mirarlo, le noté los defectillos, los que siempre estuvieron ahí pero que deliberadamente ignoré enfocándome en otra parte, ¿para qué fijarse en los detalles? Enfocarme en el todo era lo mejor. Pero los defectos al principio casi imperceptibles se magnificaron; claro que así fue, siempre es así; hasta que se descarapeló, se le cayeron pedacitos y se hizo abominable a la vista mi papel tapiz que tanto iluminó el estudio. Y así pasó con Paco y su piel lechosa. ¿En qué endemoniado momento pensé que eso era atractivo? ¿Y sus dientes separados? La forma en que se ajusta los anteojos con el dedo índice, ¡uf! Realmente también Paco se descarapeló y mirarlo me resulta insoportable.

            Dejó las notas sobre su escritorio, salió del estudio decorado con ese horrible papel tapiz de flores escandalosas y se sentó en el sillón de piel donde vino a acompañarla Félix, su gato. Lo acarició y lo miró con lástima pensando que él sí que quería mucho a Paco. «Una de las razones para no tomarme la molestia de dejarlo, supongo», pensó en voz alta y se quedó ponderando por qué dejarlo sería como arrancar el papel tapiz: un inconveniente. En primer lugar, pensó, no iba a alcanzar el dinero; la vida como escritora no le había traído aún el éxito, y Paco con su trabajo de oficinista era quien pagaba la renta, la comida y sus sueños de ser una autora reconocida. En segundo lugar, ¡cuánto trabajo! Mudarse con todas sus cosas, ¿en dónde las iba a poner? Y además, pensó, resignada, arrancar algo así, que está tan arraigado, seguro no es trabajo fácil; capaz que hasta se me rompen las uñas. Pues no, concluyó, habrá que dejarlo ahí, quizás un día se pudra y se caiga solo, y yo, tranquila: sin astillas en las uñas.

            Paco llegó y besó a Zoila como todas las tardes, a las 5:30 en punto. «¿Cómo estás, mi reina? ¿Te vinieron a visitar las musas hoy?», preguntó, con la ternura natural que le surgía al hablar.
—¿Otra vez me estas recriminando, Paco? ¡Déjame en paz! Ser escritora no es como ser un mediocre funcionario. Lo que yo hago requiere de todo mi ser y no de seguir una rutina todos los días.
—No te molestes, amor; ya sabes que sólo te pregunto porque me gusta mucho escuchar tus ideas y cómo les das vida.
—Pues gracias por preguntar; ya me jodiste la tarde.
—Mmm, ¿se arreglará todo si pedimos comida china?
—Ándale, gástate el poco sueldo que tienes en comida china en vez de comprar cosas importantes, como un nuevo papel tapiz; mira que ese es una porquería; está podrido. Igual que mi vida.
—Bueno, no pedimos comida china, ahora hago algo.

            La tarde terminó con Zoila bufando y atormentada por el dolor de cabeza causado por no usar sus lentes de aumento, pero ella se lo atribuyó a Paco y a no poder dejarlo, y pensó de nuevo: «Yo creo que ya no lo quiero», y se quedó dormida, sollozando.

            A media noche se levantó a beber agua; las lágrimas deshidratan. Entró al cuarto de baño, se miró en el espejo y pensó que no merecía sufrir así, porque de todos modos «Yo creo que ya no lo quiero», se repitió.

            Al volver a la cama vio a otra mujer en su lugar, el lado izquierdo, y sintió un inesperado ataque de celos. Era otra, pero era la misma; ella misma; se reconoció en su camisón de floreado de seda, con los rizos alborotados, dormida plácidamente al lado de Paco, que hasta dormido sonreía con sus cachetes rosados de salud. Intentó acercarse para sacar a la intrusa conocida, pero sintió los pies pesados, como si fueran de metal y estuvieran pegados a un gran imán. Se sintió impotente por no poder llegar a jalarle los pelos alborotados a esa cualquiera acostada junto a Paco. Quiso gritar, pero aunque abría la boca y sentía que gritaba, no emitía sonido; quería hacer movimientos frenéticos, pero no se movía ni un centímetro; luego miró a la otra Zoila abrir los ojos, mirarla traviesa y reírse en silencio de ella; la otra le hizo un guiño y se dio la vuelta para abrazar a Paco como no lo había abrazado en mucho tiempo: sus brazos largos abarcaron su barriga redonda; y él respondió volteándose hacia a ella para acariciar su pelo y la besó con esa ternura tan única de él.

          Zoila se quedó mirando aún incapaz de moverse; sintió lágrimas gruesas rodar por su cara y concluyó, «Yo creo que sí lo quiero».

Yesmith Sánchez
3 de Septiembre de 2016

Helsinki

domingo, 3 de abril de 2016

Muerte por desamor

A veces uno está sentado en espera del metro cuando una idea viene a la cabeza, esta es la que me vino a mí.

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En su cabeza, el recuerdo de aquel sábado soleado muchos años atrás, cuando después de un café se hicieron sin razón una promesa: no ser como sus respectivos padres, ser amados y amantes hasta final de sus días.

- Pues -hizo una pausa tratando de postergar lo inevitable, inclinó la cabeza un poco hacia la derecha como siempre que descubría algo irremediable- que dios te acompañe -dijo finalmente con voz baja y luego continuó: "esto se acaba como lo prometimos, porque la muerte nos separa, lo que no esperaba era que sería el desamor el que nos iría a causar la muerte en vida".

YS, 29.03.16
Helsinki
Estación de metro "Steissi" dirección hacia Ruoholahti.


lunes, 21 de marzo de 2016

Querida Sofía. Un texto viejo, una vieja carta de amor, una licencia sombría de la imaginación, un experimento con gaseosa.

Querida Sofía:
Ojalá estuvieras muerta.
No ha habido un solo día en el que el ver como entrabas por la puerta de casa no fuera motivo de fiesta. El pisito en Munkkiniemi perdía esas aristas que envilecen cuadrangularmente las habitaciones, las perdía para redondear nuestro cobijo, para hacerse nido de sudor y abrazos. Las paredes adquirían ese color robado de las violetas, y la estancia del salón –y el resto de estancias- se impregnaba con ese olor  feromonal tan nuestro –¿lo sentías?-, que nos hacía bailar y follar y cocinar como si el mundo hubiera apagado las luces remilgosas que atenazan a las vidas vulgares. Llegabas y yo sonreía feliz.
Recuerdo aquel día en que me quisiste por primera vez. Y aún vuelvo a quererte cada día emulando en mi conciencia tus brazos sobre mis hombros y aquella cadencia de tu cuerpo sobre el mío; y sí, aún enfermo,  me encuentro siempre con un rincón del día en el que te pienso con las pocas fuerzas que me quedan.
He llorado pérdidas y he sonreído al verte a mi lado mientras me decías que llorara para luego volver a reír contigo. Me enfadé hasta arrojar bilis por mi boca, y te dije lo que nunca debería haber dicho, y sé que fue duro escuchar como yo –quien más, y más desesperadamente, te ama- lanzaba todo el odio que el mundo conoce sobre ti: la mujer que me lava, la mujer que me arropa, la mujer que me quiere en la fealdad de esta enfermedad que me apaga un poco más cada día; cada hora. Te pido perdón por aquello: mi estupidez más inquietante.
Recuerdo tus dedos sobre el piano de los míos. Me hacías sentir que mis manos eran alma y que era desdichado por no haberte conocido antes.
Pero ahora el tiempo se marcha. Esta madrugada he visto a la amarga sombra, que me quería visitar dormido y me he hecho el despierto para conseguir el tiempo necesario para escribir esta carta. Hace apenas una hora, intenté recordarte en un rincón de este cuarto y me vi ridículamente semidesnudo sin poder más que pensar en ti pero sin pensarte, sin alcanzar placer alguno. Ahora sé que esa sombra volverá muy pronto. Ya se murió el placer contigo, ya me muero yo con él.
Amanece y yo estoy aún escribiendo con la torpeza del que arranca palabras de un corazón moribundo. Escribo para ti, y cada letra escupida es un episodio de gozo contigo; una arcada de placer.

Hoy y ahora sé que me muero. Ojalá estuvieras muerta para venir conmigo.

David Gambarte 
Helsinki
en algún momento del 2010

sábado, 12 de marzo de 2016

Experimento

Estos versos son el resultado de un experimento, con unos dados y un gran amor como inspiración.

Lo que pasa aquí
Es que no me gusta la poesía
Pero yo por ti
Con gotas de miel escribiría

Pasa el tiempo fugaz como un rayo
Yo lo quiero detener
Para que no te vayas nunca
Que no llegue el amanecer

Hoy que tengo el poder te construyo el mundo
Hoy que yo soy tu mundo
Me persigues incansable
Me tocas más que la piel

Te escribo desde este mundo que te construyo
O que me construyes
En el que ya no existo
Sin tus pasos junto a los míos

No se qué esperar de la vida
En medio de sus dramas y mareas
Pero tú me la alegras
Con cada sueño del que soy vela

Te amo sin descanso
Y no quiero descansar
Quiero tener los ojos
Para ver tus sueños realidad

YS, 11.03.16