La
mala raza.
La
primera vez que Juan Valverde soñó con vacas se acordó de su
abuelo. Las visiones bovinas eran cada vez más frecuentes y, a
menudo, tan absurdas como las que su abuelo le contara durante su
infancia. Cómo se había reído Juanito cuando su abuelo le había
contado el sueño en el que una vaca charlatana corría delante de él
y trepaba por un árbol. ”Pero yayo...-le decía el niño- que los
encierros son al revés y las vacas no hablan ni tienen garras para
subir por las ramas”. Y nieto y abuelo se reían a carcajadas
durante un buen rato mientras tomaban la fresca, quedando en el
primero la duda de si su abuelo se burlaba de él o si de verdad
soñaba esas cosas tan raras.
Recordaba
Juan esas tardes con ternura; sentados en las tumbonas aprovechando
la brisa nocturna, no tan fresca como se hace llamar, pero brisa, al
menos, y consuelo tras un día achicharrante de verano. En alguna de
aquellas, pasaba por su calle Merceditas la Trotabarrios con algún
recado de su atareada madre que era viuda y sin tierras que arrendar,
por lo que le tocaba trabajar el doble que a cualquier otra mujer del
pueblo. ”Mira qué escuerzo- le indicaba su abuelo con un codazo-
esa chavala tiene tal hechura que cabe de sobra por un caño de tu
pantalón. Mala raza...-decía con una entonación misteriosa y un
chasquido de lengua- Aunque comiera no le aprovecharía el cuerpo”.
Entonces, Juanito miraba a la pobre Merche que aún en pleno verano
era pálida cuan pared de yeso y pensaba ”Pues la seño en clase
dice que es muy hacendosa” pero callaba para no contradecir a su
abuelo.
Ahora
a Juan se le escapaba una lágrima recordando a Mercedes y lo corta
que había sido la niñez de la chica. A pesar de ser enfermiza y
haber andado siempre a base de jarabes por una bronquitis crónica
que no la dejó crecer durante años, había tenido que ayudar a su
madre en todo. Que no era poco teniendo en cuenta que vivían con un
abuelo parapléjico que no contaba chascarrillos como el suyo porque
la pequeña de las Trotabarrios ni siquiera le había conocido el
timbre de la voz. ”Un viejo como de trapo -decía el abuelo de
Juanito- mala raza la de esa familia, con las personas pasa como con
el ganado; de padres débiles nacen hijos sin vigor”.
Pasaban
las noches y, si Juan conseguía pegar ojo en la butaca de su cuarto,
soñaba con vacas. En un sueño, había una vaca muy flaca que le
quería mucho y le seguía por las calles del pueblo. Y aparecían
unos lobos hambrientos al doblar la esquina y se lanzaban directos a
morder los flancos del famélico animal que mugía con una tristeza
desoladora emulando un sonido casi humano similar a una negación:
”NOOO NOOO”. Y él pedía auxilio golpeando a todas las puertas
pero nadie acudía a ayudar a la vaca. Tras despertar y pasar el
susto, cayó en la cuenta de que aquella era la primera vez que una
vaca hablaba en sus sueños y vinieron a su memoria más relatos de
vacas soñadas por viejos del pueblo de hacía muchos años. Al salir
de la escuela, Juanito siempre pasaba por los bancos de la plaza
donde los jubilados se sentaban al sol o a la sombra dependiendo de
la estación. Se acordaba del primo de su abuelo, Anastasio, al que
todos llamaban el del Cogollo no se sabía muy bien porqué.
Anastasio también tenía mucha gracia para contar sus sueños que,
para no variar, casi siempre trataban sobre vacas y le gustaba
representar a la vaca saltarina, con la que soñaba recurrentemente,
saltando con una agilidad que muchos jóvenes quisieran para sí.
”Ahí va... Que te empitono” Decía el del Cogollo impersonando a
la res de la que aseguraba ser capaz de alcanzar el balcón del
Ayuntamiento en sus mejores brincos.
Juanito
disfrutaba mucho de la compañía de los mayores que le regalaban
chucherías y enseñaban toda su sabiduría. Las historias vacunas de
los viejos le parecían más interesantes que las del maestro porque
le resultaban más cercanas y graciosas, por eso solía quedarse con
ellos a la salida de la escuela . Una tarde pasaron por la plaza
agarradas del brazo las Trotabarrios, madre e hija, enlutadas de
arriba a abajo porque acababa de fallecer el abuelo discapacitado y,
a pesar de que todo el mundo creía que se les había quitado una
carga de encima, las mujeres plañían a diario y los surcos del
llanto habían hecho mella en sus cadavéricos rostros despertando
las miradas de los viejos parlanchines. ”Pobre madre y pobre niña,
están desconsoladas- había dicho Anastasio con compasión” ”Más
les vale así, sin el viejo de trapo que no les servía más que para
desgastarlas más de lo que ya están de por sí. Qué feas, qué
canijas, la mala raza del difunto...”. Juanito había pensado que
Merceditas no era tan fea ni tan canija como decía su abuelo, de
hecho, había crecido mucho en el último curso y ya casi le llegaba
hasta el hombro. Claro que él era un buen mozo y, como decía
orgulloso su abuelo:”de raza le viene al galgo”. La Merche tenía
un cierto encanto en la languidez de su cara, un algo especial en sus
ojos febriles enmarcados en color violeta, cierto atractivo de
damisela en apuros que atrapó al chico desde su pubertad y cautivó
por siempre. Pero no se atrevió a decir nada en favor de la muchacha
que le gustaba, además los otros viejos ya habían mandado callar a
su abuelo por respeto al muerto.
Entre
recuerdos y ensoñaciones, llegó la noche fatídica en la que Juan
soñó por última vez sentado en aquella butaca. Al lado, quedaba el
lecho donde había nacido su primogénito días antes y en el que la
mujer a la que amaba iba a morir. Una vaca furiosa le embistió y él
despertó en el momento que el asta le atravesaba las tripas. Bendita
la onírica vaca que le permitió despedirse de su querida Merche
segundos antes de que expirara su último aliento. ”Cuida del niño-
le dijo amablemente con una sonrisa tan dulce que dotó de una
belleza casi inverosímil a su inminente cadáver- será fuerte y
sanote como su padre”.
Después
del entierro las vecinas entregaron el enclenque bebé a su padre
cuyo pensamiento, al mirarlo por primera vez, no pudo sino evocar dos
palabras: ”Mala raza”.