Querida Sofía:
Ojalá estuvieras muerta.
No ha habido un solo día en el que el ver como entrabas
por la puerta de casa no fuera motivo de fiesta. El pisito en Munkkiniemi perdía
esas aristas que envilecen cuadrangularmente las habitaciones, las perdía para
redondear nuestro cobijo, para hacerse nido de sudor y abrazos. Las paredes
adquirían ese color robado de las violetas, y la estancia del salón –y el resto
de estancias- se impregnaba con ese olor
feromonal tan nuestro –¿lo sentías?-, que nos hacía bailar y follar y
cocinar como si el mundo hubiera apagado las luces remilgosas que atenazan a
las vidas vulgares. Llegabas y yo sonreía feliz.
Recuerdo aquel día en que me quisiste por primera vez. Y
aún vuelvo a quererte cada día emulando en mi conciencia tus brazos sobre mis
hombros y aquella cadencia de tu cuerpo sobre el mío; y sí, aún enfermo, me encuentro siempre con un rincón del día en
el que te pienso con las pocas fuerzas que me quedan.
He llorado pérdidas y he sonreído al verte a mi lado
mientras me decías que llorara para luego volver a reír contigo. Me enfadé
hasta arrojar bilis por mi boca, y te dije lo que nunca debería haber dicho, y
sé que fue duro escuchar como yo –quien más, y más desesperadamente, te ama- lanzaba
todo el odio que el mundo conoce sobre ti: la mujer que me lava, la mujer que
me arropa, la mujer que me quiere en la fealdad de esta enfermedad que me apaga
un poco más cada día; cada hora. Te pido perdón por aquello: mi estupidez más
inquietante.
Recuerdo tus dedos sobre el piano de los míos. Me hacías
sentir que mis manos eran alma y que era desdichado por no haberte conocido
antes.
Pero ahora el tiempo se marcha. Esta madrugada he visto a
la amarga sombra, que me quería visitar dormido y me he hecho el despierto para
conseguir el tiempo necesario para escribir esta carta. Hace apenas una hora,
intenté recordarte en un rincón de este cuarto y me vi ridículamente semidesnudo
sin poder más que pensar en ti pero sin pensarte, sin alcanzar placer alguno.
Ahora sé que esa sombra volverá muy pronto. Ya se murió el placer contigo, ya me
muero yo con él.
Amanece y yo estoy aún escribiendo con la torpeza del que
arranca palabras de un corazón moribundo. Escribo para ti, y cada letra
escupida es un episodio de gozo contigo; una arcada de placer.
Hoy y ahora sé que me muero. Ojalá estuvieras muerta para
venir conmigo.
David Gambarte
Helsinki
en algún momento del 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario