lunes, 21 de marzo de 2016

Querida Sofía. Un texto viejo, una vieja carta de amor, una licencia sombría de la imaginación, un experimento con gaseosa.

Querida Sofía:
Ojalá estuvieras muerta.
No ha habido un solo día en el que el ver como entrabas por la puerta de casa no fuera motivo de fiesta. El pisito en Munkkiniemi perdía esas aristas que envilecen cuadrangularmente las habitaciones, las perdía para redondear nuestro cobijo, para hacerse nido de sudor y abrazos. Las paredes adquirían ese color robado de las violetas, y la estancia del salón –y el resto de estancias- se impregnaba con ese olor  feromonal tan nuestro –¿lo sentías?-, que nos hacía bailar y follar y cocinar como si el mundo hubiera apagado las luces remilgosas que atenazan a las vidas vulgares. Llegabas y yo sonreía feliz.
Recuerdo aquel día en que me quisiste por primera vez. Y aún vuelvo a quererte cada día emulando en mi conciencia tus brazos sobre mis hombros y aquella cadencia de tu cuerpo sobre el mío; y sí, aún enfermo,  me encuentro siempre con un rincón del día en el que te pienso con las pocas fuerzas que me quedan.
He llorado pérdidas y he sonreído al verte a mi lado mientras me decías que llorara para luego volver a reír contigo. Me enfadé hasta arrojar bilis por mi boca, y te dije lo que nunca debería haber dicho, y sé que fue duro escuchar como yo –quien más, y más desesperadamente, te ama- lanzaba todo el odio que el mundo conoce sobre ti: la mujer que me lava, la mujer que me arropa, la mujer que me quiere en la fealdad de esta enfermedad que me apaga un poco más cada día; cada hora. Te pido perdón por aquello: mi estupidez más inquietante.
Recuerdo tus dedos sobre el piano de los míos. Me hacías sentir que mis manos eran alma y que era desdichado por no haberte conocido antes.
Pero ahora el tiempo se marcha. Esta madrugada he visto a la amarga sombra, que me quería visitar dormido y me he hecho el despierto para conseguir el tiempo necesario para escribir esta carta. Hace apenas una hora, intenté recordarte en un rincón de este cuarto y me vi ridículamente semidesnudo sin poder más que pensar en ti pero sin pensarte, sin alcanzar placer alguno. Ahora sé que esa sombra volverá muy pronto. Ya se murió el placer contigo, ya me muero yo con él.
Amanece y yo estoy aún escribiendo con la torpeza del que arranca palabras de un corazón moribundo. Escribo para ti, y cada letra escupida es un episodio de gozo contigo; una arcada de placer.

Hoy y ahora sé que me muero. Ojalá estuvieras muerta para venir conmigo.

David Gambarte 
Helsinki
en algún momento del 2010

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